Nadie sabe lo difícil que es enfrentar la existencia de un ser que nadie deseó que estuviera donde está, a menos que lo haya vivido. Nada se siente en el vientre y las ecografías demuestran lo contrario. Nada saben de la culpa y la valentía de tomar una decisión de tales magnitudes. No dar a luz.
El común de las jóvenes adolescentes no sabe mucho de sufrir, pero nunca faltan aquellas historias desgarradoras de las que sólo se habla en la más absoluta intimidad. Trauma infantil no es la descripción precisa para abordar un tema como este, aunque las secuelas irreparables que se le atribuyen a estas experiencias podrían calzar con el concepto, aunque este no sea el caso.
Es julio y el liceo de niñas decreta vacaciones de invierno, un invierno particularmente lluvioso, como cuando uno siente que el cielo llora contigo también, como si el clima te preparara para las malas noticias con sus inclemencias, con la inundación de todo Santiago y gran parte del sur de Chile. Ella sabe que su madre sospecha, porque está siempre muy sola en la casa, pero jamás pensó que se lo diría así, directamente.
- Hija, ¿te acostaste con tu pololo?
- Si mamá, hace rato.
No es preciso detallar las proporciones de la debacle desatada tras esas declaraciones, cuando la niña no tiene aún los quince años cumplidos. De todas maneras, aquella no es ni un ápice de la que ocurriría días después, cuando el ginecólogo dice que no son pastillas anticonceptivas lo que la niña necesita, sino pañales. No existe un llanto más desgarrador que el de una familia completa reunida en el comedor. No existe un silencio más desolador que el acontecido en esos momentos, cuando invade la culpa de haberlos desilusionado a todos, y más que a todos, a ella misma.
Cómo guardar ante el mundo el secreto de aprontarse a cometer lo que, para la sociedad completa y desde los siglos de los siglos, ha sido tildado de un crimen contra la humanidad, contra la vida misma. Cómo una niña que aún no cumple los quince años puede soportar saber que será autora de un crimen, que su familia será su cómplice y para la ley serán asesinos todos. A papá le toca el trabajo sucio, y como lo ha sido siempre, es eficiente y diligente. En un par de días ella ya tiene las pastillas abortivas.
Si ella creyó que entonces sentía un gran dolor en su interior, es porque aún no tenía idea qué es lo que provocarían aquellas pastillas en su organismo. No es muy sabido que la mayoría de los abortos caseros, de aquellos que no tienen acceso a esas clínicas tan pulcras y costosas, se realizan con pastillas para la úlcera que se introducen dentro del nido materno. Resulta paradójico que sea el mismo dolor intenso el que se siente al concebir que al no dar a luz: las temidas contracciones.
La pobre creía que se iba a morir, que junto con esa bola de células, que había aprendido en el liceo se llamaba mórula, se caería ella misma, desangrada. Asustada. Compungida. No hacía más que enrollarse en sí sobre su cama, evitando gemir por el dolor de sus contracciones, sabía que todos en casa estaban tan asustados como ella, y ya no quería darles más preocupaciones. Quería desaparecer, que su mente volara hacia otro lugar, que ella no fuera ella en ese cuerpo tirado en su cama, en posición fetal, que fuera otra, una menos inteligente que ella, una con menos futuro, con menos oportunidades, para que pudiera justificar por último el haber cometido ese error tan duro, que se estaba llevando su propia dignidad, la admiración de su familia.
No sabría decir cuantas horas se prolongó su agonía, no la suya, la de la mórula, pero cuando finalmente despertó y fue al baño como todos los días, la taza del baño terminó con su incertidumbre y con toda la evidencia. Ella podría seguir estudiando, seguir siendo la lumbrera de su familia, seguir saliendo a divertirse por las noches, podría ir a la universidad algún día, seguir con la vida misma y hoy, ella lo hace.